sábado, 19 de junio de 2010

Viento en las velas por Xavier Moret

Viento en las velas 
Escribió  Lawrence Durrell que la mejor manera de llegar a una isla es por mar, y a poder ser en velero. ¡Cuánta razón tenía! Ninguna otra sensación puede superar la de ver cómo el viento insufla vida a las velas y da alas al barco para partir rumbo al infinito y más allá; ninguna otra sensación puede asociarse como ésta a la libertad en estado puro. Dormir acunado por el vaivén de las olas, sentir el latir de un mar embravecido y contemplar la cúpula celeste tachonada de estrellas te hace sentir como un personaje escapado de una novela de Stevenson, como un aguerrido descubridor o como un pirata del mar Caribe, ansioso de ron, mujeres, nuevos horizontes y aventuras. Es cierto que las horas transcurrirán con lentitud de mercurio y que quizás vivirás algunas zozobras, pero cuando por fin divises las costas de la isla sentirás grabado en tu piel cada segundo de la osada travesía y sabrás que eres merecedor del paraíso porque has sabido dedicarle el tiempo necesario y triunfar en tu lucha contra los elementos.
     Dicen los modernos que el avión es más rápido y te ahorra tiempo. ¡Pura ilusión! Cavafis lo sabía muy bien cuando escribió “Quan surts de llarg viatge cap a Ítaca, has de pregar que el camí sigui llarg, ple d’aventures i de coneixences...”. No es llegar a destino lo que importa, si no las experiencias vividas en el transcurso del viaje; y en este sentido, una singladura en velero resulta absolutamente insuperable. Sólo así, cuando llegue el momento de echar pie a tierra, a poder ser al alba y con tiempo duro de levante, la mirada preñada de gozo y con ansias de clavar la bandera de la libertad en la colina más alta, sabrás que nadie podrá arrebatarte este instante supremo de felicidad. Caminarás, al desembarcar del velero, sintiendo como la tierra se mece bajo tus pies y naufragarás en la barra del primer bar del puerto más cercano dispuesto a ahogar tu nostalgia del mar en un vaso de Cutty Sark con hielo que se ofrecerá a tu mirada como un mar de bolsillo repleto de pequeños icebergs.
      Bueno, hasta aquí la teoría... La práctica, como suele suceder, se aleja a veces un poco o un mucho del ideal. En este caso concreto nuestro destino era la isla de Menorca y la briosa tripulación del velero que se disponía a zarpar del puerto de Barcelona estaba formada por cuatro aguerridos tuaregs que ya habían desafiado tiempo atrás la dureza del desierto del Tassili: Aràjol, Bosch, Carbonell y Moret. A estos soldados de la libertad, de arrojo y valor más que probado, se sumó en esta ocasión el intrépido John, un holandés errante graudado en orgullo marinero en el puerto de Barcelona y en los bares de los aledaños. Éstos eran los cinco hombres destinados a la gloria, los cinco argonautas, los cinco marineros dispuestos a embarcarse en el velero del capitán Bosch para desafiar la bravura del Mediterráneo rumbo a las costas de Menorca.
      Todo parecía ir viento en popa en los días previos al inicio de la singladura, los hados eran favorables y el cielo mostraba sus mejores augurios, hasta que el dios Poseidón, celoso del valor de estos ulises del siglo XXI, decidió enfurecerse para ponerlos a prueba. Fue a primera hora de la mañana del día previsto para zarpar cuando el parte meteorólogico anunció mar de fondo y un fuerte oleaje de fuerza 6. “Bullirà el mar com la cassola en forn...”, como cantara el vate Ausiàs March. El viaje se anunciaba movido, pero nuestros hombres, por supuesto, no se arredraron; una breve consulta con la mirada endurecida bastó para dejar claro que no se iban a echar atrás. “La aventura es la aventura”, zanjó el filósofo Carbonell con aire doctoral..., aunque minutos después, con la sana intención de diversificar el riesgo, él mismo y Moret decidieron que quizás era mejor no sobrecargar demasiado el barco y, siempre pensando en el bien del grupo, optaron por ir en avión hasta la isla. Su sacrificio, renunciando a la plácida navegación en barco para embarcarse en el incómodo pájaro de hierro, fue digno del arrojo de los antiguos héroes griegos; para que la expedición llegara a buen fin, renunciaron sin un ápice de vacilación a los whiskies y a las largas conversaciones en cubierta, a la emoción de resistir el batir de unas olas de hasta cuatro metros de altura y al momento maravilloso de ver salir el sol en el horizonte marino y otear en la distancia las costas de Menorca.
     Cierto es que Carbonell y Moret también se ahorraron horas de zozobra, de mareo, de sufrimiento, de navegación inclinada y de ver cómo el ímpetu del viento desgarraba la vela Génova, pero su valentía marinera nunca se puso en duda, ya que, aunque a última hora decidieron no subir a bordo del heróico velero, su corazón siempre estuvo allí. Por otra parte, no puede negarse que, tras el emotivo reencuentro del grupo en Fornells, supieron vivir a fondo la intrépida vida marinera de Menorca. Lástima que la reparación de los desperfectos del velero, maltratado por la inmisericorde tormenta, no les permitió navegar por las costas de la isla, pero se cuentan entre sus aventuras una osada expedición por tierra a la cala de Na Macarella, con el objetivo de comer en su apacible chiringuito, y el dar cuenta de una sabrosa caldereta de langosta en primera línea de Can Bep, en Ciutadella. Por si tamañas hazañas supieran a poco, consignan las crónicas que consiguieron derrotar la noche bebiendo gin tònics en la primera y peligrosa línea de fuego de un bar del puerto de Ciutadella, temido por los marineros por una rissaga que es una constante amenaza y que ha provocado el terror de más de un supuesto héroe, subitamente desprovisto de coraje.
      Conviene decir, en desagravio de Carbonell, que durmió tres noches seguidas a bordo del velero anclado en la bahía de Fornells, junto con Aràjol, Bosch y el eufórico holandés errante. Y conviene decir, en desagravio de Moret, que aunque es cierto que prefirió dormir, en compañía de su querida y discreta maleta, en una cálida cama en el apartamento del siempre generoso Jaume, hermano de Carbonell, en Ciutadella, lo hizo a escasa distancia del mar, muy cerca de las olas embravecidas y en unos días en los que las costas de Mallorca se dejaban ver claramente al otro lado del canal, hecho que, según el experimentado capitán Bosch, sólo puede anunciar un peligro serio e inminente (Nota: otras fuentes apuntan que la visión de Mallorca sólo anuncia lo evidente, es decir, que Mallorca está cerca, pero no por ello podemos restarle méritos al valor de Moret).
      Dando prueba de una entrega ejemplar, la segunda noche Moret volvió  a sacrificarse por el grupo y durmió de nuevo en Ciutadella, mientras sus compañeros de travesía se embarcaban en el caprichoso chinchorro para remar en un embriagado zigzag hasta alcanzar el esquivo velero (Nota: el motor del chinchorro parece ser que es de origen gallego, como los famosos pimientos de Padrón; o sea, que a veces se pone en marcha y a veces non).
     Fue llegado el tercer día cuando Moret cumplió por fin su sueño de subir a bordo del temido chinchorro, en compañía de los otros argonautas, para abordar el velero y tomarse unos whiskies en cubierta, a merced de las olas y del viento, con la vista fija en el mar y en el pueblo blanco de Fornells. Mientras a la memoria de Moret acudían fragmentos de Stevenson, Conrad, Cavafis, Magallanes y hasta del capitán Cook, Bosch cosía con maña y dedicación la vela rasgada por el viento, como si fuera una reencarnación de la mismísima Penélope, en un evidente paralelismo con las aventuras de La Odisea.
      El viaje de vuelta de Carbonell y Moret, armados con quesos y sobrasadas logrados en singular combate con nativos de las islas, fue también en avión. Por el bien del grupo, claro (seguía siendo conveniente no sobrecargar el maltrecho velero). El vuelo fue breve y plácido y, tal como sucedió en el viaje de ida, no se marearon. No es extraño, ya que, tal como hemos dicho, su valor no es de este mundo.
     El reencuentro del grupo en Barcelona fue, por supuesto, de lo más emotivo. La aventura marinera llegó a su fin, pero en las noches de luna llena los cuatro tuaregs y el holandés errante suelen dejarse ver por los bares cercanos al puerto de Barcelona, recordando las hazañas vividas con los ojos saturados de nostalgia, exhibiendo las cicatrices de la experiencia y, con un aire soñador a lo Corto Maltés, reviviendo aquel viaje mítico en el que lograron desafiar, y vencer, la furia desatada de los elementos.
     Un último para navegantes: aunque digan las malas lenguas que a Moret suele vérsele más merodeando por el aeropuerto, nada romperá la armonía de este grupo heróico que, si los dioses lo permiten, tarde o temprano volverá a zarpar en busca de una nueva aventura que ponga a prueba sus dotes inmarcesibles de auténticos héroes del siglo XXI, capaces de desafiar tanto las arenas del desierto como las embravecidas aguas del Mediterráneo. 
                                         Xavier Moret

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